Namibia después de 2 años.
De África nos viene esa mezcla musical que nos identifica, “el tumbao” que se infiltra como una necesidad de ritmo. Tenemos el testimonio de un país que prosperó con el sudor de esta pobre gente que mezclo lágrimas y sangre en los cañaverales cubanos.
Duele que aunque los afro descendientes de mi país puedan viajar a África, no podrán nunca reconocer sus vínculos familiares, porque al llegar a la isla, en los albores del siglo XV, perdieron para siempre sus nombres y adoptaron los de sus amos.
Siento el orgullo y también la tristeza de familias y amigos que dejaron su vida en las guerras de Angola y de otras tierras africanas. Me llegaban, antes de tener la oportunidad de estar aquí, los ecos de mis colegas cooperantes de la salud, al igual que del deporte, educación y otras ramas que cruzaron el atlántico y nos contaron sus vivencias y costumbres en un continente repartido al antojo por terratenientes que poco les importó las diferencias tribales no reconciliadas hasta ahora y que se agudizan en ocasiones por religiones y lenguas diversas.
Con todas estas expectativas y certidumbres llegué a Namibia, donde durante casi 2 años me he mezclado con sus gentes, con sus enfermedades, con el dolor de sus cuerpos; y también en gran medida he compartido y disfrutado de sus alegrías y festejos que te muestran un pueblo muy rico de tradiciones en sus costumbres.
Pero África es otra cosa, una tierra que luce grandes pantallas publicitarias, hoteles de lujos y debajo, la negritud de un pueblo que oferta cualquier cosa para sobrevivir, es común ver a las mujeres cargando pesadas cargas y trabajando duramente a pleno sol con sus hijos sobre las espaldas.
África es una tierra de contrastes, cuesta entender su hospitalidad y su apego a Dios, que le llevó a perdonar, para siempre, al hombre blanco, causante de su miseria.
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