jueves, 28 de febrero de 2013

Con los pies en la tierra

Un día, no tan cualquiera, de trabajo en Namibia.

Estoy en el aeropuerto, voy al Norte en un viaje de un día, viajo solo, representando a mi Ministerio, soy arquitecto Consultor. Mi colega de una empresa privada de consultores Ingenieros  no ha llegado, me inquieto, la salida es a la 6 30 AM, él tiene el ticket del pasaje, de un vuelo chárter.
Había puesto el despertador a las 4 00 AM, pero estuve moviéndome toda la noche, antes que sonara el timbre del  teléfono, el carro me recogió a las 5 00 AM.
En el aeropuerto local la mayoría de los pasajeros son blancos, en un país de personas de color, todos visten sport, algunos incluso en short; me llama la atención, que los pocos ciudadanos negros, optan por el  traje y la corbata.
A veces me desoriento y creo estar en Alemania, corpulentos y altos personajes me rodean, rubios, de ojos claros y un fuerte acento germánico...
En realidad, los blancos hablan afrikáner, idioma de los pobladores europeos que colonizaron el país. El avión es pequeño, pero confortable, la vista aérea placentera, las caprichosas montañas contrastan con la planicie.
La capital está en una meseta  de algo más de 1 700 metros sobre el nivel del mar, a medida que nos alejamos, vemos aisladas colinas, con escarpas que sugieren formas  fantasmagóricas, acentuadas por los contrastes de luz y sombras sobre la superficie.
Olvidé la cámara, sólo tengo el celular, no es lo mismo, en la calidad de la imagen. El  paisaje hermoso, ayudado por un cielo limpio, sin neblinas y nubes. Hacemos una parada técnica en el pueblo de Oshiwarongo, en una pista de tierra.
Recogemos a otro ingeniero, ahora somos tres viajando al norte, cerca de la frontera con Angola. Cuba está lejos, Cuba se extraña, recuerdo una canción de un popular grupo  musical cubano, “Kola Loca”. 
Ya son las 10 00 AM, aún volamos, debíamos estar a esta hora en la reunión. El paisaje cambió, sólo se observa la gran llanura.

Desde este avión de juguete, tengo un puesto de observador de primera clase. En cientos de kilómetros sólo  percibo la monotonía del paisaje, apenas sin vegetación. Es posible observar la curvatura de la Tierra en el horizonte.
Los dos corpulentos blancos que me acompañan no ha dicho una palabra, cosa que agradezco mientras escribo, debía recibir una medalla mi dedo pulgar de la mano derecha,  hace proeza con las pequeñas teclas del celular, haciendo posible este mensaje, que como sustento diario, hago llegar a mis allegados, esta vez, para brindarle pequeños instantes, tal vez hoy, diferente, en mi rutinaria labor.
En el espacio de tiempo en que le envío mis fraccionados correos, en las más de 10 horas de vuelo de ida y retorno,  con sólo dos horas de trabajo en tierra, recibo la buena nueva de un correo de mi hijo Jandro, me interpela que le dé más detalles, como si fuera parte de una serie televisiva de Aventura, presumo como debe estar creciendo, en demasía, su fértil imaginación, estoy tentado a recrearle mi realidad, pero desisto.
Se despide pidiéndome que me cuide, sonrió, le digo que sí, aunque él debía saber que yo estoy en las manos de la piloto, del avión o de  Dios. Por suerte las estadísticas, sobre desastre de aviación, me favorecen, por lo demás, no es cosa en la que suelo pensar.
El descenso me recuerda al antiguo parque de diversiones de Santiago de Cuba, me muevo más que en la “Subida de la Gloria”, tengo el estómago sosteniendo  su propio monólogo.
Aterrizamos, se observan animales pastando muy cerca de la pista, en la desolada "terminal Aérea", sólo dos  matas de marabú rompen la perspectiva del paisaje, en  la rústica pista de tierra.

Nos esperan dos carros, cuatro blancas anatomías humanas se bajan, para darnos la bienvenida y trasladarnos a la reunión.

El encuentro interesante, disfruté el debate técnico, veo la herencia colonial aún presente, los diseñadores y consultores todos blancos, excepto una colega, claro, de mi tierra, la ingeniera Haydee. Evalúo el proyecto; viene a mi memoria el descubrimiento del nuevo Mundo, ¿no sé por qué?  aunque las condiciones han cambiado y seguirán cambiando, para bien.
Converso con mi colega, el arquitecto Gaspar, el tema, el único que hablan mis compatriotas conmigo en estos días, ¿cómo va la gestión de los pasajes de las vacaciones a Cuba?  Las evocaciones de la  tierra son permanente.
Ya de regreso, en el avión, nos espera la  piloto, feliz de tener compañía, sale debajo de una mata, en que se protege del ardiente sol.

Hay cambio en  el itinerario de vuelo. Le aviso al chofer para que me espere a partir de las 19h30 PM en el aeropuerto Eros de Windhoek.
Hacemos una parada técnica en Rundo, capital de la región de Kavango. El avión taxea sobre la pista de asfalto, todo está desierto, ¿habrá una cuarentena en este lugar?
El juguete de vuelo se parquea cerca de la única nave aérea en estos lares. La conozco, de Cuba, es un gigantesco avión de carga de 76 toneladas, resulta  aplastante el contraste.
El vuelo demorado, comparativamente he empleado, casi el mismo tiempo que si hiciera un hipotético viaje directo a la Isla. Mi estómago sigue  excitado, parece que estoy sacando licencia de piloto de guerra, ¡¡¡este artefacto si se mueve!!!
Atardecer en Windhoek

Lo malo de la tardanza, es que nos coge la noche, lo bueno, una puesta de sol, vista desde esta altura, y la belleza de la ciudad nocturna.
Se fue otro día de trabajo, prometo escribir, a partir de ahora,  "con los pies en la tierra".

La ingeniera Haydee, el  arquitecto Gaspar y yo, en un aparte del encuentro técnico


Nuestra piloto feliz de regresar a casa

miércoles, 27 de febrero de 2013

Revelaciones de Nodiel, un doctor cubano

Namibia después de 2 años.
De África nos viene esa mezcla musical que nos identifica, “el tumbao” que se infiltra como una necesidad de ritmo. Tenemos el testimonio de un país que prosperó con el sudor de esta pobre gente que mezclo lágrimas y sangre en los cañaverales cubanos.
Duele que aunque los afro descendientes de mi país puedan viajar a África, no podrán nunca reconocer sus vínculos familiares, porque al llegar a la isla, en los albores del siglo XV, perdieron para siempre sus nombres y adoptaron los de sus amos.
Siento el orgullo y  también la tristeza de familias y amigos que dejaron su vida en las guerras de Angola y de otras tierras africanas. Me llegaban, antes de tener la oportunidad de estar aquí, los ecos de mis colegas cooperantes de la salud, al igual que del deporte, educación y otras ramas que cruzaron el atlántico y nos contaron sus vivencias y costumbres en un continente repartido al antojo por terratenientes que poco les importó las diferencias tribales no reconciliadas hasta ahora y que se agudizan en ocasiones  por religiones y lenguas diversas.
Con todas estas expectativas y certidumbres llegué a Namibia, donde durante casi 2 años me he mezclado con sus gentes, con sus enfermedades, con el dolor de sus cuerpos; y también en gran medida he compartido y disfrutado de sus alegrías y festejos que te muestran un pueblo muy rico de tradiciones en sus costumbres.
Pero África es otra cosa, una tierra que luce grandes pantallas publicitarias, hoteles de lujos y debajo, la negritud de un pueblo que oferta cualquier cosa para sobrevivir, es común ver a las mujeres cargando pesadas cargas y trabajando duramente a pleno sol con sus hijos sobre las espaldas.
África es una tierra de contrastes, cuesta entender su hospitalidad y su apego a Dios, que le llevó a perdonar, para siempre, al hombre blanco, causante de su miseria.

martes, 26 de febrero de 2013

Escribir un poema

De Ariana

Escribir un poema,
es momento encantado,
tiene la fantasía de los enamorados.
Es suspiro profundo del solitario ausente,
que siente desde lejos,
y quiere estar presente.
Puede ser como un himno,
una arenga de guerra,
que impulse a los soldados a defender su tierra.
O acaso es como un canto a las flores, la luna,
al estrellado cielo, a  las olas, la espuma.
Es gota de rocío en pétalos de rosas.
 Es el vuelo sutil de blancas mariposas.
Es cantarle a la vida, es cantarle a la muerte.
Es cantarle al dolor, es cantarle a la suerte.
Escribir un poema es dulce melodía,
para el oído ansioso de escuchar poesía.
Es por eso que trato de escribir un poema,
aunque no tenga el brillo de una preciosa gema.



El Regreso

De Ariana
Lejos, muy lejos estoy,
Rodeada de nueva gente y nuevas cosas,
y en las noches mi espíritu vuela,
atraviesa el océano para entregar la última caricia,
y sueño con mi único gran sueño,
El Regreso 

Una paradoja en el desierto de Namib, Swakopmund



La bruma
Tres semanas de recorrido por toda la geografía namibiana por motivos de trabajo es una buena oportunidad para ventilar asuntos laborales con colegas de profesión vinculados con las actividades constructivas que desarrollamos, pero es además un buen momento para  conocer a este país, que a mí se me antoja sorprendente, a pesar de una lacónica caracterización que  habla de un territorio limitado por dos desiertos, Kalahari y Namib y una Meseta Central.
Con lo cual podríamos suponer   un paraje poco atractivo y resulta todo lo contrario, donde a cada instante descubrimos atrayentes paisajes, no sólo en los vastos espacios, sino en sitios puntuales capaces de llenar las expectativas de los que se acercan a estos seductores escenarios.
Unos 360 kilómetros separan a Windhoek, capital de Namibia, del asentamiento urbano de Swakopmund,  perteneciente a la región de Erongo, un territorio con más de 60 000 kmque sobrepasa ampliamente los 100 000 habitantes.
El viaje, monótono para los que estamos habituados a estos parajes, grandes extensiones de terreno donde crece un pasto de color amarillo opaco golpeado por una persistente sequía, propia de esta época del año, sólo se ubican contados  asentamientos a lo largo de la vía, que se van haciendo cada  vez más escasos hasta desaparecer, enfrentándonos a  un brusco cambio del paisaje, que abre su perspectiva visual  para permitirnos  observar el  imponente desierto de Namib, el más antiguo del mundo, donde la única actividad humana que   se percibe, es el ligero  tránsito por la ruta de comunicación en la que viajamos y cercanas explotaciones mineras, donde se destaca, la mina de uranio a cielo abierto más grande del mundo.
Extensos espacios desprovistos de vegetación, son salpicados por formaciones de montañas, desde el horizonte parecen tomar coloración  azul  oscuro o  negra, matizado por grandes manchas blancas, estas últimas resultado de  los grandes depósitos de arenas que se acumulan en su base arrastradas por los vientos, dándole un inusual aspecto, adicionándole un valor agregado al ya inusitado panorama.
Sin  que nos percatemos, el clima cálido, dotado de   un cielo azul intenso, que  hace recordar al lejano trópico, empieza a ser cubierto por  la bruma que se aprecia más acentuada  en el horizonte, anunciando la proximidad de la costa Atlántica, donde se ubica el asentamiento urbano de Swakopmund, capital administrativa de la región de Erongo. 
La neblina parece cubrir amplias zonas costeras adentrándose varios kilómetros tierra adentro,  originada por la corriente de Benguela que es una corriente de aguas frías que se dirige al norte siguiendo la costa oeste de África y produce densas nieblas oceánicas la mayor parte del año; responsable en el pasado, junto con las fuertes marejadas y la existencia de peligrosos bancos de arenas, de un cementerio de barcos depositados en su costa en la zona conocida como “Costa de los Esqueletos”, en referencia a los pecios precipitados hacia su litoral y devorados lentamente por  la agreste naturaleza del lugar…


Swakopmund, un asentamiento “alemán”.
Sin tener información previa, en mi primera visita al sitio, del que sólo conocía el inexacto término de afortunados colegas que  lo describían, como un lugar bonito. Pobre calificativo para designar un espacio único, por no decir mágico.
Su mercado de artesanías se destaca por la diversidad de las piezas trabajadas en madera y piedras del lugar. Inseparable a esta actividad económica, las himbas, con sus hijos acuesta, formando parte del ambiente del emplazamiento, en un intento por buscar un sustento para su familia a expensas de los curiosos turísticas que visitan el sitio. 
El cielo añil  había cedido su lugar para transformarse en un encapotado color gris, acompañado de una percepción de fuerte humedad y una inesperada temperatura fría.
Vistosas señaléticas anuncian  nombres de calles y anuncios publicitarios en idioma alemán o  su pariente  cercano, el afrikáans,  el idioma de los colonizadores nativos.

El panorama visual parece estar impregnado de un carácter novelesco  con sus hermosas e impecables construcciones que adornaban el emplazamiento.
Reflejo de la arquitectura de estilo colonial alemán, que se nos muestra  en buena parte de su entramado urbano.
Yo me empeñaba en encontrar imperfecciones, propia de cualquier obra humana, para mi asombro, con resultado absolutamente negativo.
El espíritu germánico  ronda aún por estas tierras, para orgullo de los descendientes de los antiguos colonizadores, revelándonos un espacio propio  de vitrina urbana. 
En un vano  intento de hacernos olvidar su pasado colonial, teniendo el triste mérito de haber  albergado en su suelo  uno de los campos de exterminios creados en estas tierras, que segó la vida de una buena parte de las etnias, nama y herero, identificándose como los  precursores de los primeros intentos de genocidios del siglo XX. Historia antecesora de los campos de la muerte nazis   que se hicieron tristemente famosos a sitios como Auschwitz…

La arquitecta Hala
Toda esta mezcla de ingredientes, sociales, constructivos, idiomático, climático, históricos…  hacían pensar en una absurda paradoja  en que era posible viajar en el tiempo desde esta tierra africana a la Europa milenaria, en especialmente a Alemania,  lo que no deja de provocarme fuertes evocaciones aparentemente enterradas en una montaña de recuerdos de juventud.
Hala pasaba, junto con un grupo de estudiantes, de casi dos docenas de países, donde yo me incluía,  un curso de postgrado de varios meses de extensión, en temas urbanos. Una Universidad polaca realizaba el  entrenamiento auspiciado por una organización de las Naciones Unidas.
La primera vez que la vi me saludo con frialdad y mencionó su procedencia árabe, mi intento de saludarla con efusión,  como es habitual en mi país y en buena parte del mundo, la hizo dar  un gran salto hacia atrás para decirme  en un alterado Inglés “…Don't touch my body”.
Así la conocí, preguntándome, cómo podía ser árabe una mujer tan blanca, de llamativos ojos negros y por demás, de una belleza rara que se negaba a ser encasillada en patrones conocidos.
Mi abuelo siempre habla despectivamente de ¨los moros¨, para referirse a los árabes, supongo que como una prejuiciada  herencia legada por  su progenitor español, así que yo tenía una idea infantil, tal vez, y ahora me “justifico”,  porque el mundo antes parecía ser  más “grande y distante”  de lo que es hoy.
Supongo que era tan ignorante como algunos personajes de otros lares que suponen que un latinoamericano es físicamente igual, sea  peruano, argentino, brasileño o caribeño.
En los días de asueto el grupo  seleccionaba invariablemente como lugar de aventura  la capital alemana, dividida aún por el Muro de Berlín, que aún no sabíamos, pero  le quedan unos pocos meses de vida. La cercanía a la ciudad donde estudiamos, de sólo una hora de viaje en tren, la hacía sumamente atractiva y barata a nuestras limitadas economías.
Hala, era una mujer muy especial, amaba los monumentos y su  arquitectura y con frecuencia huía del  centro y me arrastraba a los barrios con la esperanza de encontrar las construcciones más autóctonas.
Me torturaba haciéndome recordar los principales estilos arquitectónicos y algunos de los principales arquitectos alemanes de la época que malamente yo trataba de encontrar en el saco de los recuerdos  de mi pasado estudiantil en  los cada vez más desvanecidos conocimientos recibidos en la asignatura sobre la  “Historia de la Arquitectura”, lo que la hacía enfadar si descubría un desliz, en un tema específico, porque ella tenía una buena base teórica sobre  sobre esos tópicos. 
Con ella aprendí que el traje social con que nos arropamos, no nos hace sustancialmente diferente. La última vez que la vi, corría, en el andén, detrás de un tren para expresar un último y tal vez definitivo adiós… Una guerra inventada, destruye ahora su país, intereses hegemónicos y la codicia de las riquezas de su suelo suelen ser los verdaderos culpables de este acto de barbarie. Nada sé de ella y su familia, ojala estén a salvo…    
La funcionaria namibiana, me  saca de mi sopor y pregunta donde localizar a mi colega de labor en el sitio urbano de Swakopmund…

La Esperanza
Una llamada telefónica nos pone en contacto, ahora el ingeniero cubano,  nos espera en el exterior de las oficinas del  Consejo Regional y sin tiempo para desempacar realizamos una visita de trabajo a una de las obras donde se ejecuta un ambicioso programa masivo de vivienda para personas de bajos ingresos, o sea una parte importante de su población originaria, es precisamente uno de los grandes retos que tiene el país, como forma de reparar una injusticia histórica que permita superar brutales contrastes, como este Swakopmund de ensueños.
En contraposición a la otra cruda realidad que vive una parte importante del pueblo asentado en barrios informales, que es la mejor manera que encuentro para designar sitios como éste que en otros países tienen infinitos nombres, favela, llega y pon, chabola, barrios marginales…
El especialista cubano esta imbricado en la materialización de este vasto programa. Hoy realiza una  certificación  de las acciones constructivas ejecutadas en las viviendas.
El proceso de inserción laboral es complejo, por las conocidas  restricciones de los colegios profesionales que es bastante frecuente en muchos  países, además de asimilar métodos de trabajo y regulaciones específicas que deben ser respetadas.
A pesar de los obstáculos se avanza teniendo en cuenta el objetivo común, ayudar a solventar uno de los dramas sociales más importante, contar con una vivienda decorosa para la familia namibiana, en esa meta trabaja un colectivo de profesionales cubanos en conjunto con muchos actores de la sociedad namibiana.
Cumplida la jornada laboral, me acojo a la hospitalidad de mi coterráneo, que no ignora la impaciencia que tengo por mirar algo de la belleza del lugar antes de la ya próxima caída de la noche.
Las fotos tomadas no le hacen justicia a la ciudad, la bruma y el atardecer conspiran con la calidad de las imágenes. Así que bien temprano en la mañana reto a la suerte, sólo dispongo de menos de una hora antes empezar un nuevo contacto de trabajo, es de hecho mi última oportunidad de llevarme unas imágenes del sitio.

Penélope
La niebla y una pertinaz llovizna parecen querer frustrar nuevamente mi empeño, pero es, ahora o nunca.
La visita obligada al muelle, las ciudades costeras suelen ser especialmente hermosas, como La Habana con su malecón.
Mientras me empeño en sacar las mejores vistas de su frente de agua, una señora pasa y sonríe.
Luego se detiene y me pregunta, ¿le gusta la ciudad? Le confieso que es una Venecia sin canales, sonríe y me dice enigmática, se ve que usted entiende.
Le pregunto curioso si está de paso, tal vez,  porque la observé haciendo unas fotos con su celular, me dice que no, que vive aquí hace muchos años, pero todos los días vuelve al espigón y toma nuevas instantáneas.
Se me escapa una interrogante desafortunada, ¿acaso no son las mismas imágenes? y me dice con énfasis, no, cada día encuentro sutiles detalles diferentes.

Sus ojos azules me miran con desilusión por unos segundos más, frunce el ceño, de un rostro que aún conserva resto de su pasado juvenil, da media  vuelta y se marcha sin despedirse.
Me pregunto qué sentimiento quedó inconcluso en esta mujer, que todos los días se repite a sí misma, cómo tratando de componer algo que se rompió… ¿Acaso será una nueva Penélope?

Un "Caballero de París" en Windhoek
Por analogía pienso en mi colega Baldomero, que con frecuencia, en viaje diario al trabajo, dirige su mirada para una esquina y me expresa”…te queda por hacer tu último trabajo antes de irte de Namibia”.
Se refiere a la posibilidad de realizar un reportaje sobre  un enigmático personaje que permanece estoicamente,  cada mañana, en una esquina de la principal arteria comercial de la capital, indiferente al cambiante clima del lugar, que me hace establecer una semejanza con  nuestro conocido “Caballero de París”, si no fuera por la forma pulcra de vestir y la percepción de que podría estar en pleno uso de sus facultades mentales.
No parece despertar  la curiosidad  de sus impasibles compatriotas y si las interrogantes de los nuestros, que  cuentan una dudosa versión de la razón que ha llevado a este señor,  de una forma compulsiva, a volver cada día al mismo sitio por más de una década.
Creo que será una tarea inconclusa, resulta difícil explorar sus razones y peor aún violar su privacidad. Sin duda, es un espinoso asunto adentrarse en las ignotas razones de los seres humanos…   

Un encuentro de trabajo
El especialista cubano me llama por teléfono y me recuerda que sólo quedan 15 minutos para las 8 de la mañana donde comienza mi primera actividad del día. 
Con pesar realizo las últimas fotos ya en movimiento camino a su hogar, donde aprecio las buenas condiciones de vida de que dispone el especialista para su estancia en este sitio. 
En el Consejo Regional nos esperan las autoridades locales para discutir diversos temas de interés, entre ellos la próxima llegada de un arquitecto que se sumará al programa de vivienda que actualmente se ejecuta.
Escucho con satisfacción la opinión positiva de los decisores sobre el trabajo del experto cubano y me despido con una breve visita a la oficina de mi colega ubicada en la propia  entidad.

   El desierto de Namib 
Ahora  se impone la despedida de este hermoso lugar, con la insatisfacción de conocer a penas una pequeña parte de sus atractivos urbanos y otros sitios paisajísticos de interés ubicados en las zonas colindantes, entre ellos el asentamiento Walvis Bay  que significa “Bahía de Ballenas”.
Leo con intereses, en una enciclopedia de Internet,   que”… la bahía ha sido un refugio para buques de mar debido a su puerto de profundidades naturales protegido por una lengua de arena de Punta Pelícano. Siendo rico en plancton y vida marítima, estas aguas acercaron grandes número de ballenas que atrajeron barcos balleneros y buques de pesca…”
Aun así no me resigno a perder la oportunidad de acercarme al “verdadero” desierto de Namib, donde están sus famosas dunas en que un grupo de colaboradores cubanos y amigos de Cuba, escalaron una de las  más altas del mundo, con sus 380 metros de altura, conocida como Duna 7,  próxima al asentamiento urbano Walvis Bay.
El propósito, apoyar una buena causa y el deseo expreso de un pronto regreso de sus hijos a la Patria. 
Satisfecho este deseo, como diríamos en Cuba, al menos “del lobo, un pelo”, nos despedimos de la región de Erongo, con la aspiración  de que nos acompañen en este recorrido virtual por la belleza de la tierra namibiana. (Texto e imagen gráfica José Alberto Zayas Pérez. Fuente bibliográfica tomada de Internet)


lunes, 25 de febrero de 2013

El Blog "Patria": ¡Odio a mis amigos los médicos!...

El Blog "Patria": ¡Odio a mis amigos los médicos!...:

Odio a mis amigos los médicos!...

 

Por el Arquitecto José Alberto Zayas Pérez, Coordinador de la Brigada IPF-MICONS de colaboradores cubanos en Namibia.

Soy santiaguero de un tranquilo barrio del “chago”, antigua zonaresidencial de la pequeña burguesía con, muy pocas viviendas,perocolmado de pequeñas y grandes instalaciones de salud.
Desde el fondo de mi casa se divisa el hospital de Maternidad, a la izquierda el provincial “Saturniro Lora”, su Cuerpo de Guardia, Policlínico y Cardiocentro, a la derecha, el, en tiempos pasados, para mí tan inquietante pediátrico, más conocido por “La Ondi”, varios Consultorios del Médico de Familia vienen a completar el asedio alrededor de mi hogar.
En la época de mi infancia, fui “cliente fijo” de La Ondi; se antojaba mi segunda casa. El infortunio, repetidamente extendía su mano para flagelar mi desgarbada figura con sus constantes tribulaciones. Las desdichas, pasaron a ser parte de mi cotidianidad. La rama de un árbol, en el que solía treparme, se venía abajo y con ella mi escuálida figura; objetos no identificados impactaban con relativa frecuencia y facilidad mi “esculpida” anatomía; aún recuerdo un balón de futbol, mal recepcionado, incrustarse en mi estómago para hacerme rodar sin sentido por el piso; en otra ocasión, “arrollando” al ritmo de la imaginaria conga santiaguera, la superficial raíz de una casuarina avivaba un traspié que terminaba por agasajarme con un nuevo ingreso hospitalario, cuando una piedra puntiaguda penetraba en mi imantada chola. Junto a los gritos de mi madre, el desconocido de turno que pasaba frente a mi casa, asumía la función de buen samaritano y cargaba conmigo, en presurosa carrera, hacia el cercano Cuerpo de Guardia; donde, sin dudas, me esperaban mayores dolores que la propia golpeadura.
Así de “apacibles” transcurrían mis primeros años de infancia, cuando pasó lo inevitable; comencé la fobia contra todo aquello que tuviera que ver con la salud. Las batas blancas del personal médico y paramédico, el característico olor y aséptico ambiente de los hospitales, las luminarias de los salones de operaciones, los estantes de medicamentos, la presencia del instrumental, para mí de “tortura”, siempre expuesto a la vista de los temerosos pacientes y hasta contra las ensordecedoras sirenas y rojas bombillas de las ambulancias.
Por desgracia, hasta mi propia madre era cómplice de tales desmanes.  A pesar de la clásica rabieta cada vez que los médicos auscultaban mi cuerpo en busca de reales o imaginarios padecimientos, las tenazas de sus brazos se aferraban para no dejarme escapar; cosa paradójica para que con mis cortas primaveras, mi cerebro fuera capaz de procesar, cuando habitualmente ante la más mínima amenaza, su comportamiento era el de una leona defendiendo su cachorro.
Pero como decía, así crecí, viendo a los galenos y resto del personal de salud, como seres distintos a mis coterráneos. Les respetaba -tal vez esa no sea la palabra exacta- y por eso busqué una panacea para mis males, poniendo en práctica mi propio remedio profiláctico que, al menos, funcionaba con el sexo femenino. Tuve novias farmacéuticas, enfermeras, fisioterapeutas y doctoras, y hasta custodias del hospital. Descubría así, la piedra filosofal de mis tormentos. Era la única manera en que me resultaba placentera su presencia.  
La vida siguió su curso, con ellos –los médicos y personal sanitario- en una esquina, y yo en la otra pero, el destino, aun me deparaba inesperadas sorpresas. Un día me vi viajando a África, mi oficio de arquitecto me llevaba a cumplir una solidaria misión con el pueblo de Namibia donde, la mayoría de los colaboradores cubanos pertenecen al sector de la salud.
Así, las circunstancias establecieron sus reglas y comencé a imbricarme en una suerte de telaraña que terminaría por cubrir todo el diapasón de mi cotidianidad. Empezaron a surgir grandes amistades que hasta hoy conservo, de esas que son para toda la vida. Nos veíamos en reuniones, actividades políticas, deportivas, culturales, en la embajada, las tiendas y hasta en los hospitales, si, aunque no lo crean, allí, los que no pisaba a no ser por motivos de fuerza mayor.
Aún así, la dosis no era suficiente, pero el cambio de “esquina” estaba a punto de llegar. Uno de nuestros ingenieros sufrió un accidente de tránsito y requería seguimiento inmediato; no había capacidad en los hospitales y se decidió, ingresar a domicilio. Una comisión compuesta por los mejores especialistas cubanos, encabezados por los doctores Verges y Nadine se encargó de monitorear todo el proceso. No se escatimaron recursos, incluidas costosas pruebas y análisis de laboratorio en una clínica privada, con tal de garantizar la vida del cooperante ante cualquier posibilidad de riesgo, por mínima que fuera. Pero tampoco estábamos solos, el Consejo de Dirección nuestra embajada supervisaba cada detalle, tomando oportunas decisiones.
Durante semanas se trasladaron las doctoras Nadine y Liliana desde el hospital a nuestras casas, convivieron con nosotros, compartimos alimentos, penas y alegrías, y comencé, por primera vez, a conocer los seres humanos que hay detrás de los uniformes.
También en aquellos días, tuve la suerte de conocer al doctor Verges, lastimosamente recién fallecido. Un santiaguero que, en Namibia, hizo honor a su terruño, de maravillosas cualidades humanas, trato afable y extraordinario. Lo procuré en el hospital, estaba detrás de los resultados médicos del accidentado. Me atendió caminado por los pasillos, como siempre, andaba muy ocupado. Debíamos subir al quinto piso, yo me paré en el elevador y me dijo, ¿Qué haces?, para luego confesarme que prefería subir las escaleras, “para pensar y, de paso, hacer ejercicios”.
Lo vi derrochar su valioso tiempo en explicar minuciosamente, a un neófito como yo, todo y cada uno de los detalles del moderno instrumental con que contaba el laboratorio; se lamentaba que en Cuba no podemos adquirir esta tecnología debido al criminal bloqueo de Estados Unidos.
Su entrada en la sala, parecía la llegada de un dios, eso era, todo un ilustre caballero, vi pacientes salir de sus cubículos sólo por el grato placer de saludarlo, enfermeras abrazarlo y besarlo, personal médico consultarlo. Le llamaban profesor, doctor, médico, tate (padre ó señor mayor en lengua oshiwambo), amigo, hermano, cubano, o simplemente Verges...quedé asombrado.
Semanas de que regresara a Cuba, después de haber cumplido una misión exitosa en este país por dos años, leí un artículo en un periódico local donde muchos ciudadanos hacían una súplica a las autoridades de salud para que el profesor cubano continuara trabajando en Namibia. Tuve la impresión que algo parecido deben ser las peticiones para una propuesta de canonización que se les hacen llegar al Santo Padre. Realmente sentí un sano orgullo de haberle conocido.
Que contraste al comparar lo acontecido a una colega y a mí recientemente, cuando nos vimos obligados de requerir los servicios de oftalmología a un especialista local en una clínica privada, al carecer la misión cubana de esta especialidad en el país; sin dudas, pagamos la novatada. Esta vez también sentí, pero vergüenza; para aquel señor éramos simple mercancía, la solidaridad humana no tenía cabida en el reino de Don dinero. Sin embargo, a la vez, no podía dejar de pensar en la inmensa cantidad de pacientes que diariamente examinan nuestros médicos, convirtiendo en práctica normal y nada extraordinaria, triplicar el promedio de consultas reglamentadas en el país, de manera totalmente gratuita, pero participar además, en todas las tareas culturales, políticas y deportivas que organiza la misión, después de extenuantes guardias o duras y largas horas de trabajo. 
Pero, volviendo a mí historia, todavía la providencia me preparaba nuevas sorpresas en su empeño de ahuyentar mis fantasmas infantiles. En una reunión de trabajo, el doctor Alexis Sevilla, Coordinador Nacional del PIS en Namibia, después de un efusivo abrazo, acabó descubriendo un forúnculo abscedado que me había crecido en la espalda, y que yo planificaba que desapareciera, algún día, creo que por arte de magia y no, por el arte del bisturí; me dijo “mi hermano, lo siento, pero hay que operar”.
Alegando mis responsabilidades, nunca tenía tiempo para operarme; mejor dicho, me las ingeniaba para no tener tiempo, pero cuando el “chichón” creció, acercándose al tamaño de una pelota de pin pon, “él solito se encargó de llevarme rodando hacia el hospital”; nada menos que “la hospital”, el destino se empeñaba nuevamente de revivir mis pesadillas de antaño.
Mi primer choque, esta vez, con el experimentado especialista en Otorrinolaringología, doctor Nodiel Sobrecuevas, joven afable y servicial, quien se encargó de suministrarme el primer tratamiento. No pude menos que sorprenderme con la relación médico-paciente que establecía en su consulta y la admiración y respeto que todos sentían por él, tanto colegas, como enfermos. Nodiel no parecía tener días malos, sus desvelos me confundían; sin dudas, los papeles se habían invertido. Él parecía estar más interesado en mi evolución de lo que yo propiamente estaba. Lo curioso es que no era sólo conmigo, manifestaba el mismo comportamiento con cada uno de sus pacientes, sus relaciones con ellos iban más allá de las que normalmente conocía existen entre un galeno y sus pacientes. El vínculo que establecía era de amistad y me percaté como muchas de las enfermedades cedían ante el bienestar físico del paciente, antes incluso de haber comenzado propiamente su labor profesional.
La vida en los hospitales de Namibia es estresante, no siempre los médicos cubanos encuentran soluciones rápidas y factibles para resolver los casos inmediatos. Los salones de operaciones siempre están repletos. Las interminables “lista de espera” crecen diariamente. Sin embargo, en mi caso, la decisión de realizarme la cirugía menor –para mi mayor- estaba tomada y, llegado el día, comienza la odisea. De Katutura al Central (nombre de los hospitales públicos de Windhoek) y viceversa, en busca de un local disponible. Por fin, los doctores Osblady y Ariel improvisan un salón y hacen su trabajo en solitario. Yo hago el mío, dejar hacer y aguantar...
Hemos finalizado, quizás, una de las últimas reuniones de trabajo con el doctor Nodiel, quien, a pesar de su juventud, sumó a sus éxitos profesionales, otros también de elevada importancia como la tarea al frente de la Jefatura del Grupo de Trabajo del PCC. El auto que nos transporta, se desplaza raudo por uno de los elegantes repartos de alto estándar donde sólo ubicamos la floreciente burguesía local. Se detiene en una instalación hospitalaria privada. Un renombrado especialista, colega de Nodiel en el hospital Central, le espera para extenderle una carta que reconoce su labor, después de intentar por todos los medios posibles que prolongara su estancia en suelo namibiano.
Lo veo venir sonriente. Feliz. Alborozado como niño en fiesta de cumpleaños. Recuerda un escolar de primaria, a quien el profesor acaba de otorgarle una nota de excelente. Su prestigioso colega no es parco en elogiar desempeños. Me extiende la carta. Le garantizan, si en algún momento decide regresar a Namibia, que las puertas de cualquier hospital, público o privado, estarán abiertas para un profesional de su calibre.
Creo adivinar los sentimientos que lo embargan. No es la hipotética perspectiva de un trabajo tarifado para beneficio de su bolsillo. Sin dudas, el motivo de su felicidad, es el reconocimiento a sus resultados como profesional cubano de la salud y el cariño de sus compañeros y colegas.
En los próximos días, numerosos galenos cubanos finalizan su misión, en breve se enfrentarán a nuevas tareas, pero esta vez en la Patria. El doctor Nodiel, añora volver a su natal Puerto Padre. Junto a él, también lo harán otros que se van con la satisfacción de haber sido útiles a este pueblo, que los acogió con cariño durante los muchos meses de duro bregar; ahora, merecen el anhelado reencuentro con sus familiares y raíces. Regresan mejores médicos y mejores personas. El pueblo namibiano sentirá sus ausencias.
Los colegas que aún continúan, seguro seguirán dejando imborrables huellas en estas lejanas tierras africanas. No hay dudas, queda mucho por hacer y entre ellos existen muchos Verges, Nodiel o Nadine. Para los que terminan, desearles un feliz regreso a la Patria